lunes, 14 de mayo de 2012

LA MUERTE DE DOÑA ISABEL

1793: La muerte de Doña Isabel
Es por abril. Doña Isabel de Ovando, pálida y triste, con su paso vacilante de enferma, ha bajado al jardín florecido con las rosas de la primavera, como buscando con ansia los cálidos rayos del sol para que den calor a su cuerpo enflaquecido que por las tardes siente los escalofríos de la fiebre.
Sentada en un banco de granito, junto a la reja que se asoma a la Plaza Mayor, doña Isabel con la mirada ausente, atisba el mundo de los mercaderes. A su lado, su viejo esposo, don José María de Mayoralgo y Golfín, lee y relee, enfrascado en su horror, un diario de la Villa y Corte, donde se habla de los crímenes que se cometen cada día en la Francia revolucionaria, que acaba de guillotinar a su rey.
A sus veintiocho años, doña Isabel, melancólica y devota, parece contagiada de la vejez de su marido. Su juventud se la dejó atrás en aquel caluroso día de julio de 1784, en el que a sus dieciocho años cruzó el umbral de este palacio de Mayoralgo, del brazo de un caballero sesentón, al que acababa de unirse para siempre jamás, con el espíritu de renuncia de la novicia que entra en un convento dando la espalda al mundo.
Doña Isabel había venido del palacio de enfrente, el de los Ovandos de Santa María, ese palacio había estado allí frontero desde la eternidad de los siglos, los dos palacios, las dos familias -las de Mayoralgo y Ovando- compartiendo la plazuela con el Obispo de Coria como buenos vecinos. Un día del año 1783, en la casa de los Mayoralgos se produjo una tragedia que inevitablemente parecía, era el fin de un antiguo e ilustre linaje de la Villa. Al viejo y achacoso don José María, 14º Señor de la Torre de Mayoralgo, se le moría el último de sus hijos, en plena juventud sin dejar sucesión.
Por la mente de la jovencita doña Isabel de Ovando, no pasó ni siquiera un instante la sospecha de que aquella desgracia fuese a cambiar su pacífica existencia al lado de su madre, doña Antonia de Vera. No lo pensó hasta aquella tarde en la que el padre doliente quebró su luto y cruzó la plazuela para hablar con su vecina doña Antonia del futuro de su hija pequeña. Sí, el viejo vecino de enfrente, que contaba años para ser su abuelo, pretendía sus dieciocho años, para que ella salvase a su familia de la extinción...
Por el jardín de Mayoralgo, los niños, don José Bibiano y doña Micaela corretean persiguiéndose el uno al otro. Cuando contempla a los hijos de su vejez, don José María lo hace con ojos de abuelo. Mirando a su hijos doña Isabel se pone a pensar qué será de estos niñitos que tan pequeños van a quedarse sin madre, entregados a viejas tías solteronas. E imagina cómo será su vida, algo que ella no verá. La del niño don José Bibiano esta trazada desde la cuna. Será el 15º Señor de la Torre de Mayoralgo, poseerá varios y ricos vínculos, disfrutará de las rentas de extensas dehesas, será Regidor del Concejo de la Villa, como su padre don José María, su abuelo don Miguel y una larguísima cadena de ancestros. ¿Y la niña Micaela, tan bonita, tan despierta? ¡Ay! Mirando a la niña, doña Isabel siente como un barrunto, como un vago, impreciso presentimiento que no es de muerte pronta ni de enfermedad...
Corre mayo y doña Isabel se muere. Doña Antonia de Vera se pasa las horas junto a la cabecera de su hija, arreglándole las almohadas y alcatifes, escuchándola a la hora de las recomendaciones. Después de estas conversaciones, parece que la enferma queda más apaciguada y su cara color ceniciento adquiere una expresión serena. Doña Isabel se pone a pensar en que ya estarán florecidos los limoneros de su infancia, aromando la casa de enfrente, la de los recuerdos dichosos. Y ve dos chiquillas con pelucas blancas y tontillos de raso, jugando entre las columnas de un bello patio renaciente, italianizante. Las dos niñas empelucadas fueron un día ella y su hermana doña Leonor, la mayorazga, -ahora tan desgraciada, casada sin hijos, con un condesito mujeriego y despilfarrador,- siempre tan juntas durante la niñez, las dos bajo la enlutada tutela de su madre viuda y de su tío don Gabriel de Saavedra, el conocido ilustrado.
Es por mayo y doña Isabel yace muerta entre cuatro candelabros encendidos, y en su cara hay una expresión de paz, como si después de su corta vida, doliente y piadosa, hubiese alcanzado junto a Dios la felicidad. En la hora de la agonía había confiado con vocecilla débil a su marido-abuelo sus últimas voluntades.
"Primeramente me comunicó ser su voluntad que Quando la de Dios Nuestro Señor fuese servida llebarla de esta presente vida, fuese su cuerpo vestido en hábito del Señor Nazareno que vestía y sepultado en la Yglesia Parroquial de Nuestra Señora de Santa María la Mayor de esta Villa en la Sepultura que fuese mi voluntad...
Ytem mandó se le diese a su madre la Señora Dª Antonia De Vera y Rocaful el rosario de Oro y el aderezo y sortija de diamantes puesta en oro...
Ytem, mandó se le diese a la Virgen de los Dolores que está en la Yglesia Parroquial de Señor San Juan de esta Villa, una piocha de diamantes puesta en plata...
Y dos onzas y medias de Oro las quales mandó se le diesen a su madre, y la otra alSeñor Nazareno y media onza restante a Sor Ysabel dela Visitazion Reigiosa en el Combento dela Conzepcion...
Ytem mandó y recomendó muy particularmente agasajase a los criados de casa y especialmente alas que la hauían asistido en su enfermedad comoa a las de su madre..."
Brilla en el jardín el esplendor de la primavera. Por las puertas del palacio de don José María Mayoralgo, abiertas de par en par, sale el cortejo fúnebre -blandones encendidos, franciscanos salmodiando cantos-, que se lleva a enterrar a doña Isabel de Ovando a dos pasos de allí en Santa María, la Parroquia Mayor.
"Y con efecto, fue su cuerpo vestido con avito del Señor Nazareno y sepultado en dicha Yglesia de Santa María en uno de los entierros huecos que tengo al lado del Evangelio del Altar Mayor entre la capilla del Arcangel Señor San Miguel"...
En el Palacio de Mayoralgo ha vuelto a hacerse el silencio oscuro del luto. Dos niñitos de negro traídos por una vieja tía solterona vienen a besar las arrugadas manos de su padre.
Corre el año 1801. Por el Puente de San Francisco, recién construido, avanzan un anciano caballero de peluca y casacón, que se apoya en el brazo de una linda niña, vestida y peinada a la griega. Les siguen un usía jovencito con chupa y pantalón de raso que acompaña a una vieja señora de blanquecina cabeza diciochesca y encajes negros.
Los paseantes de San Francisco van acercándose y rodeando al anciano caballero de la peluca blanca, a su hermana solterona, y a sus hijos adolescentes, don José Bibiano y doña Micaela, y todo son parabienes y besamanos y abrazos. El octagenario Señor de la Torre de Mayoralgo acaba de ser nombrado por el Rey Don Carlos IV, Conde de la Torre de Mayoralgo. A sus ochenta achacosos años, don José María, después de enterrar a dos esposas, a tres hijos y a un sin fin de parientes, pasea hoy en triunfo entre sus deudos y parientes lejanos, su nueva dignidad, al tiempo que exhibe con orgullo a la niña doña Micaela, la hija de sus segundas nupcias, las que contrajo con aquella doña Isabel jovencita que mustió a su lado. Junto a su padre-abuelo, la niña doña Micaela, espigada y airosa, parece un hermoso milagro.

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